lunes, 5 de enero de 2009

Una Reflexión Necesaria

Siempre cuando se acerca el fin de cada año, las personas tienden a hacerse más reflexivas. Comienzan los balances y las evaluaciones del año que termina. Éxitos y fracasos se consideran siempre desde una perspectiva subjetiva, individualista y sensual. Subjetiva porque el único parámetro de comparación es el propio yo y sus requerimientos egoístas, individualista puesto que todo se evalúa en función de mi propio mundo, desconectado del todo e indiferente a todo, y sensual porque el principio que determina mi éxito o fracaso se relaciona directamente con la satisfacción de mis sentidos y la realización de mis deseos.
Esta forma de evaluar es natural para la persona sin Cristo que vive en función de si mismo y para si mismo. Pero nunca debe ser la norma para los hijos de Dios cuyo eje conductor es Cristo y su Palabra, y sus vidas son útiles en la medida que glorifican a Cristo (2 Co. 5:15). Estos tienen una norma objetiva como parámetro de su evaluación, la perfecta voluntad de Dios expresada en su infalible Palabra (Ro. 12:1-2). Poseen un claro panorama del perfecto Plan de Dios visto desde una perspectiva eterna y realizan su balance en relación al papel que han jugado en el desarrollo de dicho plan (Gn. 45:3-8). Y su único deseo es que se haga la voluntad de Dios en el cielo como en la tierra (Mt. 6:10).
En consecuencia, la evaluación que debemos hacer no está centrada en mí, ni en mis deseos, ni en mis propósitos, ni en las situaciones que tuve que enfrentar en el transcurso del año. Sino en Dios, en su voluntad, en sus propósitos y en su obra trascendente.
El apóstol Pablo, en Filipenses 3:7-14, hace una evaluación de su vida centrada en la Persona y la Obra de Cristo, estableciendo los principios sobre los cuales ha de ponderarse la vida de cualquier creyente.
“Pero cuantas cosas eran para mi ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos. No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús.
Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús
.” (Fil. 3:7-14).

Si lo vemos desde un punto de vista contable diríamos que Pablo nos presenta un perfecto estado de resultados, propio de un balance. Primeramente, en el contexto (vs. 4-6), presenta sus credenciales que eran de gran valor para la gente de su época. Racialmente, pertenecía al pueblo de Dios (Israel), socialmente, procedía de una tribu real, la de Benjamín (la tribu de Saúl, el primer rey), intelectualmente, era un erudito entre sus pares, religiosamente, era de la secta más estricta del judaísmo, los fariseos, y moralmente, intachable. Todas estas credenciales, vistas desde la perspectiva de la sociedad, deberían calificarse como ganancia en el balance final. Sin embargo, Pablo dice que todas estas cosas, que en un tiempo eran para él ganancia, ahora las estima como pérdida, y las considera como basura ante la Persona y la Obra de Cristo. En otras palabras, el apóstol está diciendo que ahora no vive en función ni para esas cosas que el mundo considera importantes. Ahora vive en función de y para Cristo. Toda su vida se ha de evaluar de acuerdo a la Persona y los propósitos que Cristo ha establecido para él.
En este sentido el apóstol presenta, al menos, 7 consideraciones importantes, todas giran en torno a Cristo, que sirven de parámetros válidos para evaluar nuestra vida como creyentes. Ante estos principios, todo lo demás es irrelevante e intrascendente.

Por amor de Cristo, esto constituía la motivación más importante para la vida del apóstol. En otra de sus cartas, dijo “Porque el amor de Cristo nos constriñe…” (2 Co. 5:14). El amor de Cristo era el motor de su vida, lo que lo impulsaba a servir al Señor, lo que le permitía enfrentar cualquier situación, por más adversa que esta sea, manteniendo la mirada en su Señor. El amor de Cristo, es decir, su incondicional amor hacia nosotros creaturas rebeldes y pecadoras, es lo que debe cautivar nuestra vida. Ante este maravilloso amor todo lo demás pierde su valor. ¿Qué puede ser más importante, relevante y trascendente? Absolutamente nada más. Ni el oro más precioso, ni los logros más extraordinarios del ser humano, ni los títulos más brillantes son comparables con el amor de Cristo. Todo lo primero es terrenal, pasajero, circunstancial, pero el amor de Cristo es celestial, permanente y trascendental. Con razón el salmista exclama, impactado por ese amor de Dios, “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra" (Sal. 73:25). Este es el valor supremo en función del cual ha de ser ordenada nuestra vida.

Por el conocimiento de Cristo, por la excelencia del conocimiento dice literalmente Pablo. El amor de Cristo cautivo el corazón del apóstol, el conocimiento su mente. El valor superlativo que Pablo atribuye al conocimiento de Cristo es claramente manifestado en sus diferentes epístolas (Ef. 1:17-23; 4:13; Col. 1:9-10). El profundo conocimiento de Cristo fue la base de la profunda convicción de Pablo, por ello puede decir, en medio de sus aflicciones “Porque yo sé a quien he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día.” (2 Ti. 1:12). El conocimiento de Cristo diluye las dudas, forma convicciones y endereza nuestros pasos.
El conocimiento de Cristo no ha de ser teórico ni extático, sino vivencial y dinámico. Es decir, dicho conocimiento no es exclusivamente intelectual sino experimental e integral. El conocer más a nuestro Salvador ha de producir en el creyente una profundización en su relación con él y una consecuente transformación en el carácter y la conducta del mismo.
En consecuencia, la pregunta evaluativa que cabe hacer es ¿el conocimiento de la Bendita Persona de Cristo y su obra es prioridad en mi vida? La respuesta a dicha pregunta determinará el grado de compromiso con Cristo y su obra, y la profundidad de mi relación espiritual.

Por la justicia de Cristo, no es nuestra justicia la que se ha de evaluar, sino la de Cristo. No la justicia de las obras sino la de la fe. El apóstol entendía tan bien la naturaleza de la justicia de Cristo, que una de las cartas más largas que escribió, la dedicó precisamente a tratar en profundidad este tema, a saber, Romanos. La justificación por la fe siempre formó parte fundamental en sus exposiciones del evangelio donde sea que fuere. Pero más que ser parte de su ministerio, fue parte de su vida. Era su experiencia que se acrecentaba al mirar su propio corazón y encontrar en él las marcas claras de su pecaminosidad y lo defectuoso e imperfecto de sus obra de justicia. Todo esto contrastado con la perfecta justicia de Cristo manifestada en su obra perfecta a favor de nosotros (2 Co. 5:21). Del mismo modo, la realidad de esta justicia que nos ha sido imputada por la fe en Cristo, debe moldear nuestro corazón y servir de parámetro adecuado para hacer una correcta evaluación de nuestra vida. La valorización que hacemos de la justicia de Cristo revela también lo que hay en mi corazón, particularmente manifiesta el objeto de mi dependencia. Es decir, si mi confianza descansa en mí y en lo que puedo lograr con mis propios esfuerzos, o en el Señor y en lo que él ha hecho, está haciendo y hará por mí. Si el objeto de mi dependencia es el propio yo, entonces el orgullo del hombre se acrecienta y la persona de Cristo mengua. Por otro lado, si el objeto de mi dependencia es Cristo, entonces mi propia justicia pierde su valor y la persona de Cristo resplandece a través de mí.

Por el poder de Cristo, así como la justicia de Cristo que disfrutamos por la fe en él, nos ayuda a depender completamente de él, también el Poder de Cristo revela nuestra debilidad y necesidad. El gran apóstol de los gentiles descubrió esto por medio de una rebelde enfermedad que el Señor usó como instrumento para enseñarle una gran lección.
La contundente respuesta del Señor mostró a Pablo su gran debilidad en la que se perfeccionaba, a su vez, el gran poder de Cristo (2 Co. 12:9).
Como se ha podido apreciar en las consideraciones anteriores, toda correcta evaluación en la vida del creyente depende de la concepción que tengamos de la persona y obra de Cristo, que contrastado con nuestra propia realidad develan nuestra verdadera necesidad. Es así también con el Poder de Dios cuya manifestación más evidente se observa en la resurrección de Cristo de entre los muertos. Esta verdad, aplicada en la vida diaria, permite que no vivamos de acuerdo a las circunstancias del momento y no dependamos de nuestras fuerzas para enfrentar dichas circunstancias. Sino que una vida que experimenta el poder de Cristo es aquella que se goza en su propia debilidad y deja que Cristo peleé sus batallas por él. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zac. 4:6). Esta es la verdadera clave de la vida victoriosa del creyente.

Por la semejanza a Cristo, este era el gran anhelo de Pablo, llegar a ser semejante a Cristo. Por el cumplimiento de este propósito el apóstol estaba dispuesto a despojarse de todo. Este gran anhelo personal del apóstol trasciende también a la iglesia y es presentado como la razón de ser de la misma en la carta de Pablo a los Efesios (Ef. 4:12-13) también en su carta a los Corintios (2 Co. 3:18). Por consiguiente, esta también debería ser la meta de cada uno de los que hemos puesto nuestra fe en Cristo. Parecerse a Cristo implica negarse a si mismo, despojarse de sus propios deseos e identificarse plenamente con el Redentor. ¿Es esto posible? Absolutamente, entre más conozcamos a Cristo, dependamos de su justicia y poder y vivamos en el amor de Cristo. Entonces podremos decir juntamente con el apóstol “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo (negación del yo), más vive Cristo en mí (identificación con Cristo); y lo que ahora vivo en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios (viviendo para Cristo), el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga. 2:20).

Por el propósito de Cristo, con la frase “para lo cual fui también asido por Cristo Jesús” (Fil. 3:12) Pablo da por sentado que el Señor lo salvo con una finalidad específica que había de cumplirse en su vida. Este propósito estaba en desarrollo a esas alturas de la vida del apóstol. Así también Dios ha concebido nuestra existencia con una finalidad definida. De lo cual la redención es sólo un primer paso. Es el principio de una carrera que ha de llevarnos a una meta específica que es la razón por la cual fuimos también alcanzados por Cristo. Este propósito esta en concordancia con lo anterior, el ser semejantes a Cristo. Puesto que responde a la pregunta ¿para que estamos aquí? A lo cual la Biblia responde, para ser semejantes a Cristo, lo cual implica transformación y para servir al propósito de Cristo, lo que significa consagración. Esta es la verdadera razón de nuestra existencia en la tierra, todo lo demás es circunstancial, efímero e inmanente. Que si bien es cierto, son necesarios para esta vida, no son trascendentes.
La evaluación, por tanto, debe apuntar a definir si estoy viviendo para cumplir mis propios propósitos o el de Cristo.

Por el llamamiento de Cristo, Esta vendría a ser la tercera parte de lo relacionado con la razón por la cual vivimos. Todos somos llamados a ser semejantes a Cristo y consagrar nuestra vida para cumplir el propósito de Cristo y todos tenemos un llamamiento personal diferente el uno del otro. Esta última parte relativa al llamamiento es algo intransferible. En el Caso del apóstol Pablo le fue revelado desde el mismo momento de su conversión (Hch. 9:15-16) y para cada uno de nosotros debe ser prioridad en la vida cristiana descubrir, aceptar y cumplir con el llamamiento de Dios en Cristo Jesús. Por consiguiente, la vida del creyente no se ha de estructurar en base a sus deseos ni proyecciones personales, sino de acuerdo al llamado que Dios ha hecho a su vida.

En conclusión, La centralidad de Cristo en la vida del creyente es fundamental en el momento de evaluar su vida. El cristianismo no consiste en reglas y rituales formalistas y sin vida, sino en una profunda relación con Dios por medio del Señor Jesucristo teniendo como fundamento esencial la perfecta obra de Cristo. Por ende, si estoy viviendo en función de y para satisfacer mis propios planes y propósitos y valorando todo de acuerdo a los parámetros que el mundo sin Cristo utiliza para evaluar su vida, cabe preguntarse ¿cuál es la diferencia? Por otro lado, si el amor de Cristo es el motor que impulsa mi vida, el conocimiento de su gloriosa Persona es el que ocupa mis pensamientos cada día, mi confianza y esperanza descansan adecuadamente en Su Perfecta Justicia, el reconocimiento de mi propia debilidad hacen patente el Poder de Cristo, mi único anhelo es ser transformado a la semejanza de Cristo, ordeno mi vida de acuerdo al propósito de Cristo y procuro cumplir con su llamamiento cada día de mi vida, entonces, y sólo entonces estaré preparado para decir junto con el apóstol Pablo “Para mí el vivir es Cristo…” (Fil. 1:21).


Doulos

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